Pensé que jamás terminaría.
Jeoffrey y yo estábamos revisando nuestros cepos, como lo hacemos cada tarde. Esta noche, la presa fuimos nosotros.
El aire nocturno se respiraba húmedo, y apestaba a fronda empapada; el ramo que suele adornar esta jungla opresora. Cuando nos acercamos a nuestro agujero de trampero preferido, Jeoff advirtió que algo se movió entre la maleza. Con la emoción de conseguir carne fresca para los mercados, avanzó. Como a mí me pesaban las tareas del día, me quedé en mi lugar. Hace tantos años que estoy atrapado en esta isla que me percato de que ya no tengo el entusiasmo de un náufrago recién llegado.
Cuando llegó al borde de los escaramujos, lo envolvió una sombra. Aterrado, le pegué un grito de advertencia. Sin embargo, apenas mis labios terminaron de pronunciar las palabras, supe que ya era demasiado tarde. Los matorrales se separaron, y apareció una criatura gigantesca, con un rostro que no era humano. Presa del susto y la confusión, el pobre de Jeoffrey ni siquiera pudo gritar. Le salió un sonido sofocado y aterrador, probablemente el último que emitió antes de que la bestia se apoderada de él.
Me avergüenza, pero no hice ni un mínimo esfuerzo por salvarlo. Presa del miedo, me las arreglé como pude para avanzar, hasta que encontré un escondrijo dentro de un árbol hueco. Me quedé allí, escuchando. Oí el sonido de huesos y tendones partiéndose. Oí el roce de los matorrales y el golpeteo de la tierra, mientras el cuerpo de mi amigo era descuartizado. Al ritmo marcado y superficial de mi propia respiración, recé para que el almizcle de los juncos ocultara mi propio aroma y me librara del terrible destino que tuvo mi compañero.