Hoy vi uno de los extraños lobos. Dunne también lo vio, aunque no está aquí para contarlo. Era mediodía, y vi con total claridad cómo se desarrollaba todo.
Habíamos llevado un poco de mena estelar a las carretas cuando, de repente, silenciosamente, apareció un lobo —una figura con forma de lobo— en la entrada de la mina. Parecía como si acabase de escapar de un glaciar: picos de hielo cubrían su pelaje, como si lobo y glaciar fuesen uno.
Le ordené a mis músculos que se movieran, que corrieran, que gritaran, pero no pude hacer nada. Dunne no tuvo tanta suerte: gritó como para alejar a la criatura y la amenazó con un trozo de metal de estrellas, la bestia se abalanzó sobre él y le clavó sus mandíbulas en la garganta. Mis ojos no me engañaron: vi como la escarcha cubría la garganta de Dunne donde los colmillos habían perforado la carne y congelaba la sangre que chorreaba de su herida.
Confieso que no me detuve a ayudarlo. Corrí hasta la mina y me escondí allí, rezando para que el calor regresara a mis huesos. Si logro escapar de este lugar, no regresaré jamás, porque estoy convencido de que esas bestias no llegaron por casualidad: las debe haber atraído nuestra labor con la mena, como si debieran protegerla de quienes desean llevársela.
Declaro aquí mismo que renuncio a la parte que me pertenece: si otros la desean, deben responder ante los diablos de hielo y hacer las paces con ellos.
– J. Lipscomb
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