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El sacerdote local vino a hablar conmigo esta mañana mientras estaba sentada en la iglesia. Le compartí mis pensamientos y me citó las sagradas escrituras. Habíamos intercambiado apenas unas pocas palabras antes de ese momento, pero me resultó fácil hablar con él. Le conté sobre la falta que me hacía mi familia, y sobre el temor que me daban las deudas. Y que no solo la mala fortuna era inminente, sino también la presencia de la edad con la que tendría que lidiar. Mis hermanos habían perdido la vida a manos del mar, pero mi madre y mi padre… merecían más años de los que pudieron vivir. Le conté al sacerdote que mi padre había hablado muchas veces, con bastante vehemencia, sobre una fuente de la juventud, donde podía reclamar sus años y ganar tiempo suficiente como para recuperarse después de las dificultades que la vida le había presentado.
El sacerdote guardó silencio al principio, y luego dijo, casi disculpándose, que esta era la vida que nos tocaba, la cantidad justa y necesaria de años, porque vivir más… vivir más sería degradar la belleza a la vida. El deseo de extender nuestras vidas —pareció entristecer al decir esto— incluso se consideraba ofensivo, sacrílego en la iglesia. Habló como si ya hubiese escuchado herejías como esa, y eso despertó mi curiosidad. Cuando lo interrogué al respecto, sostuvo que había malinterpretado su tono. Cualquiera que hablase de eso, y más aún si declarase tener pruebas de semejante tontería, acabaría encerrado bajo llave para que su locura no contagiara a otros.
Él conoce a alguien a quien le sucedió esto, estoy segura. Haré averiguaciones.
Isabella