Hoy hallé un pequeño consuelo. Donde enterré el recuerdo rojo de Adriaen —la extraña escultura de madera— creció una flor violeta. Intenté arrancarla para ponerla sobre la chimenea, pero resistió mis esfuerzos, así que tomé un cuchillo y la corté al ras de la tierra a la que se aferraba.
A la mañana siguiente, la flor había muerto y sus pétalos estaban negros, a pesar de que me había asegurado de que tuviera suficiente tierra y agua, y el olor que emanaba era muy peculiar, casi como si estuviese podrida. Deseché sus restos y regresé al lugar donde había estado la flor el día anterior. Para mi sorpresa, vi nuevas flores en el lugar donde había enterrado el recuerdo, alrededor de una docena brotaban de la tierra, donde no había habido ninguna el día anterior.
No me atrevo a contarle esto a Marten. Consideré contarle a mi madre lo que había visto, pero luego me quité la idea de la cabeza: ella no quería hablar de Adriaen, como si decir su nombre fuera a atraer la enfermedad.
Kathrijn
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