Una debilidad
Mi cuerpo se marchita, mas yo cazo por las arenas en busca de una visión fugaz de ella. Su pelo colgaba con una pesada trenza sobre su pecho, cubierto de piel. Los únicos adornos que cubrían su cuerpo flexible eran pieles y huesos, y sus ojos verdes me atravesaban cuando me alcé de los charcos. Ella, la leona, y yo, su presa sobresaltada.
Me congelé y me abandonaron las engorrosas palabras del hombre. No eran los leones del desierto que la flanqueaban los que le robaron la fuerza a mis rodillas, sino mi propio deseo insaciable. Como ellos, ansiaba su toque, la caricia de sus ágiles dedos, abriéndose paso por la melena de mi rival. ¿Sus mejillas se tiñeron de rubor cuando desapareció silenciosamente entre una niebla de arena?
Tras eso, yací durante muchos días en un calor aturdido y perturbado, hablando solo de ella, mi locura reflejada en los ojos gentiles que me atendían.
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